Corazones en un puño

En el barrio onubense de El Conquero los rostros de Ruth y José asoman en escaparates y en alguna que otra luna trasera. Su desaparición hace ya más de 40 días —con sus más de 40 noches— punza de cuando en cuando; pero la desazón por la falta de noticias ha impuesto un velo de aparente normalidad, un espejismo de calma tan frágil que se hace añicos con tan sólo pronunciar los nombres de los dos hermanos.


El bloque 7 de la calle Garay de Anduaga, donde se refugia Ruth Ortiz, la madre de los pequeños, ha dejado de estar sitiado por flashes y objetivos. «Esto ha sido un auténtico circo», comenta un vecino mientras espira el humo de su Ducados. Desde el 8 de octubre, cuando los menores viajaron con su padre a Córdoba donde sus vidas se perdieron, el foco de atención no ha dejado de apuntar a sus allegados.

Pese a la presión, la progenitora no ha dado señales. Y sigue sin darlas. Su rostro no aparece tras la puerta entreabierta de su particular «búnker». La que abre es otra persona, «la señora que viene a limpiar», que con voz temblorosa y desconfiada, informa de que «ella no está aquí», aunque se oyen pasos delatadores que provienen del interior. Lo siguiente es un portazo inesperado que suena a justificado por el efecto de la empatía.

En el portal, una mujer menuda, que conoce a la familia Ortiz «de toda la vida», se deshace en elogios hacia cada uno de sus miembros. «Son estupendos. No hay derecho a que les esté pasando esta desgracia. Y encima han tenido que aguantar a todos los periodistas un día detrás de otro. Por eso no les ha quedado más remedio que irse. Creo que están en el campo. Llevo tiempo sin ver a la madre y a la abuela», relata de una tacada, casi sin respirar.

Otra vecina, que como la anterior, opina, pero repudia a la réflex, se lamenta con voz entrecortada: «Me quedé muerta cuando pasó todo». Defiende a Ruth y explica que sus lágrimas no llegan a la opinión pública porque «es una persona muy apocada y reservada. Si me hubiese pasado lo mismo, hubiera actuado igual. Es mejor estar callada y dejar a la Policía que trabaje, si no esto se convierte en un espectáculo en vez de lo que es, una tragedia».

Junto a la avenida de San Antonio, en la carnicería Manoli —a la que suele acudir la abuela materna de los críos—, el matrimonio que atiende tras el mostrador es el primero en atreverse a pronunciar el sentimiento que ronda en el barrio. «Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero ya ha pasado tanto tiempo... Todos los días vemos pasar a Federico, el tío de Ruth Ortiz, y siempre le preguntamos. Nadie se cree que el padre les haya podido hacer daño, pero las cabezas están fatal. Quién sabe. Tampoco sería normal que nadie se atreviera a tenerlos secuestrados... Es una lástima todo lo que le está pasando a esta familia. Y esos chiquitos...».

Una clienta toma la palabra sin avisar: «¡Yo me levanto todos los días y me acuesto escuchando las noticias para ver si hay algo nuevo!. Por Dios, que pena, con lo pequeños que son. ¿Dónde estarán? Ojalá que aparezcan pronto porque es peor esto, no saber nada. Es como si se los hubiese tragado la tierra».

En la calle Córdoba —ironías del destino—, donde residen familiares de la madre, la propietaria de la peluquería Bellanova, Carmen Inés Peña, reconoce que suele interesarse por todo lo que «sale en Internet» sobre la desaparición. «No conozco a la madre, pero sí a los tíos de los niños. Siempre que puedo les pregunto, pero llevo tiempo sin verlos. Suelen irse para San Bartolomé —un municipio de la provincia—. La verdad es que te pones en el pellejo de esa familia...¡Puf! Tiene que ser horrible», imagina sin dejar de cortarle las puntas a una clienta.

En el bloque de los tíos, a escasos metros del establecimiento, no se siente ni un alma. Nadie responde al otro lado de su puerta. Ni tampoco tras las de los vecinos de la misma planta. Sólo agudos ladridos que custodian uno de los pisos rompen el silencio frío de la escalera.

A la salida, un murmullo de niños rebota en los edificios. Proviene del número 26 de la calle Diego de Velázquez, donde se encuentra la guardería Los Clarines II, donde dio sus primeros pasos el pequeño José. Es la hora del recreo y los pequeños de 3 años corretean en el patio.

La directora del centro, Pepa Gavino, señala el hueco vacío que ha dejado el crío. En su clase, en la que hay «18 alumnos con José», su tutora, Yolanda Vaz —que también tuvo a su cargo a su hermana Ruth—, habla en presente del niño, como si estuviera en su pupitre. «Es muy alegre, muy vivo. Destaca su sonrisa. Esto es un mazazo para todos. Pero somos positivos y queremos creer que los dos van a aparecer».

Recuerda que el padre, José Bretón, era el que «siempre se encargaba de traerlo y recogerlo. Cuando no podía, venía la niña. Agarraba su mochilita y al niño de la mano, y se lo llevaba. Están muy unidos».

Padre volcado
Vaz añade que el progenitor «participaba, además, en la mayoría de las actividades que organizamos. Y lo hacía siempre de muy buen grado. Es una persona super educada. Siempre nos ha llamado mucho la atención el trato con todo el personal de la guardería. Nunca se olvidaba de dar los buenos días».

La profesora que se encargó del pequeño de dos años el pasado curso, Marta Leñero, tampoco concibe la posibilidad de que Bretón tenga algo que ver con la desaparición. «No lo veo capaz. Siempre estaba muy pendiente de su niño». En cuanto al pequeño, «su enorme sonrisa lo caracteriza. Incluso cuando le tenía que reñir por algo, la sacaba a relucir. ¿Y quién podía resistirse? Tiene que aparecer. Lo estamos esperando».

Sobre su pequeña percha, la foto de José es la única que falta. Pero sí está su nombre, que también indica el espacio de la estantería en la que se amontonan sus pañales.

Por contra, en el colegio Federico García Lorca, donde estudia Ruth, no hay señal alguna que la recuerde. «Los carteles se han quitado para que sus compañeros no lo pasen mal», explica el conserje.

Su profesora, Dolores Cruz, asegura que en su clase «la situación se ha normalizado mucho. Lamentablemente, era de esperar que pasase esto porque ya ha transcurrido mucho tiempo. En momentos puntuales sí es cierto que los alumnos la nombran y se percatan de su ausencia, pero cada vez menos. Todos en el centro procuramos que sea así. Mientras menos se enteren, mejor».

Sin embargo, los adultos no pueden esquivar con tanta facilidad sus pensamientos. Y la imagen de la pequeña no deja de estar presente en ellos. «Todos estamos hechos polvo. Es muy fuerte lo que ha pasado», afirma la docente.

Ante la puerta del colegio, los padres esperan el sonido de la sirena. «Por favor, cuando salga mi hijo dejamos de hablar. No quiero que vuelva a recordar toda la historia», alerta Manuel Reyes ante la verja del centro. «Mi niño no está en la misma clase que ella, pero sabe quién es. Al poco de pasar todo, me preguntaba con mucha frecuencia. Incluso se interesaba por las noticias cuando oía el nombre de Ruth. Y como se han dicho tantas cosas, como el tema de los huesos que aparecieron en la finca... Por eso mi mujer y yo optamos por tratar de hablar del tema lo menos posible. No queremos que le afecte».

POR D. DELGADO

HUELVA